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Jocotitlán: un sorbo de historia líquida

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Cultura en Ruta

Territorios que cuentan


El camino hacia la planta destiladora de Don Jesús serpentea entre lomas cubiertas de árboles y magueyes. Es temprano y la luz del altiplano baña el paisaje con una claridad casi táctil. Jocotitlán, en el Estado de México, no suele figurar en las guías de turismo internacional, pero guarda un secreto que ha llamado poderosamente mi atención: aquí no solo se produce pulque, también se destila. Y el resultado es el Tapui —un destilado de aguamiel con personalidad propia— que ya ha cruzado océanos para servirse en las mesas de Dubái.

 

La primera sorpresa llega antes de probarlo: este destilado no es nada similar al tequila o al mezcal. Su materia prima no es la piña del agave, sino el aguamiel fermentado, ese jugo dulce que brota de los magueyes pulqueros y que, en manos expertas, se transforma primero en pulque y luego, mediante destilación, se transmuta en una bebida distinta, más limpia en boca, con un espectro aromático que combina memorias sensoriales vegetales, mieles ligeras y un toque mineral. Es un parentesco lejano con el mezcal, pero con una genealogía y una textura propias.

 

El maestro destilador, Don Jesús, nos recibe en su fábrica llena de artefactos y memorias. Tiene la serenidad de quien ha repetido un gesto cientos de veces y, sin embargo, sabe que cada destilación es única e irrepetible. Con gran elocuencia, nos explica el proceso: la primera destilación, en la que el líquido conserva aún cierta rusticidad y fuerza cruda; la segunda, más depurada, donde el destilado gana claridad y complejidad. En la mesa, pequeñas copas esperan: 45°, 60°, 70°, joven y añejo. Cada sorbo es una historia diferente por descubrir.

 

Degustar aquí se transforma en un acto contemplativo. El de 45° se abre suave, con notas dulces y una calidez que invita a seguir explorando. El de 60° marca el centro del pecho, tensa la atención, revela capas de hierbas y resinas. El de 70° es pura contundencia: un filo que limpia la boca y enciende la conversación. El joven guarda la frescura del campo; el añejo, criado en madera, aporta tonos de vainilla, frutos secos y un eco que se queda largo después de acariciarlo con la boca.

 

En esta experiencia, el turismo rural no se presenta como espectáculo, sino como convivencia. Compartimos la comida con visitantes de otros lugares —unos amigos de Toluca, una familia de la ciudad de México, dos amigas mexicanas que viven en Medio Oriente, un grupo de profesores universitarios— y en pocas horas ya hablamos como viejos conocidos. El maestro nos invita al fogón donde nos esperan: tortillas recién hechas, una salsa molcajeteada al momento que nosotros mismos elaboramos, queso fresco y una deliciosa carne asada. Nada sofisticado, todo auténtico. La comida no es un acompañamiento, es parte del viaje: la forma en que la comunidad construida alrededor del turismo se materializa y se nutre.

 

Entre bocado y bocado, seguimos catando, comparando sensaciones, armonizando, buscando palabras para describir un destilado que no tiene todavía la fama del mezcal, pero sí una fuerza narrativa y sensorial enorme. No hay prisa. El turismo que se vive así se parece más a un diálogo que a un itinerario: el tiempo se expande, los sentidos se afilan y la memoria se ancla en los detalles.

 

La noche cae lentamente y estamos a mitad del campo. Ante la perfección de un cielo inconsútil, empiezan a destellar las primeras luciérnagas que aparecen como chispas errantes, flotando en la oscuridad. Pronto son decenas, más tarde cientos. El silencio es apenas interrumpido por algún murmullo, pero la escena impone respeto. Pensar que este mismo día hemos visto el ciclo completo —del maguey a la bebida, de la cocina al campo, de la tierra al cielo— es comprender que el turismo rural comunitario puede ofrecer algo que ni las grandes ciudades ni los destinos saturados logran: una experiencia donde la belleza no se vende ni se interpreta, se comparte y se siente.

 

En Jocotitlán, el destilado de pulque no es solo una curiosidad etílica. Es un símbolo de innovación sin perder raíz, de cómo un saber tradicional puede encontrar caminos nuevos sin diluirse, reinventándose. Que se sirva en Dubái es anecdótico; que se sirva aquí, en su tierra, es lo esencial. Porque cada visitante que lo prueba con atención se lleva algo más que un sabor: se lleva un retrato del territorio, de su gente y de la forma en que la cultura se bebe, se conversa y se celebra.

1 comentario

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Fabiola
18 ago
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Aveces en lo más profundo se encuentra en la sencillez del momento, las personas, y un buen jarro de pulque

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