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Asado, tierra y memoria: un costillar en la Semana Farroupilha

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Cultura en Ruta

Territorios que cuentan


El 20 de septiembre, Día del Gaúcho, amaneció en Caxias do Sul con una luz suave que se filtraba entre neblinas leves y cielos pálidos. Era un día de memoria: en esa fecha, cada año, se conmemora la Revolución Farroupilha, también llamada Guerra de los Farrapos (1835-1845), que alude al levantamiento que demandó autonomía política y derechos económicos para los habitantes del antiguo estado imperial brasileño, hoy Río Grande do Sul. La Semana Farroupilha es el lente histórico que revela la cultura gaúcha: la vestimenta tradicional, el chimarrão, los desfiles, la música, la danza y por supuesto, el asado.


Fui invitado por tres amigos locales al pabellón del vino en Caxias do Sul para celebrar ese día. Al entrar, ya se sentía un fermento vivo de cultura: personas vestidas con bombachas, chamarras, pañuelos al cuello, botas gastadas pero relucientes. Las facas (cuchillos) colgaban de los cinturones, los sombreros de ala ancha, los bordados (cuando los había) hablaban de raíces italianas, alemanas y españolas que se mezclan en esta tierra cercana a Argentina y Uruguay. Fue claro que aquel no era un espectáculo turístico: era comunidad, pertenencia, orgullo en carne viva.


La invitación era sencilla pero majestuosa: degustar un costillar de res, asado en la tierra, preparado por campamentos familiares que se montan a lo largo de la semana en el pabellón y que ilustran el modelo trashumante de cría del ganado, donde es posible trasladar a las familias y montar hogares donde sea necesario, una de tantas interpretaciones del nomadismo contemporáneo. La promesa era una carne jugosa que deleita la boca y es obra de la paciencia, el fuego y el humo.


El costillar llegó coronado por brasas. Se percibía el ahumado largo, esa fragancia que penetra la ropa, el pelo, los pulmones: se parece al olor de la lluvia sobre la tierra seca o a la despedida de un hogar campesino. Al probarlo, la carne prácticamente cedió al primer mordisco: jugosa, con bordes tostados, interior rosado. Se acompañaba de una ensaladilla de papa con huevo y mayonesa casera; una ensalada verde crocante para equilibrar lo pesado de la proteína. Un trago de vino del sur, tinto, ligero, limpia la boca y ayuda a seguir.


Me enteré de que aquel día se habían vendido quince costillares en ese puesto: cifra que no parece enorme hasta que uno considera el tamaño del costillar, la cantidad de carne, el peso, el ritual que implica prepararlo. En la Semana Farroupilha, las cantidades llaman atención, pero lo que más impresiona es la forma en que esas cantidades se vuelven un elemento de cohesión social: compartir, conversar, reír, estar juntos, cantar, bailar.


Después de comer, nos ofrecieron chimarrão. Ese mate de yerba amarga que se comparte en ronda, paso lento de boca en boca, es hilo conductor de memorias rurales. Hablamos poco: escuchábamos a los habladores del campo, contadores de historias de ganado, de estancias lejanas, de recetas que se pasan de generación en generación. Me di cuenta de que en cada asador, cada campamento, hay un guardián del saber hacer: cómo prender fuego, cuánto dejar que arda la leña, el mejor momento para darle vuelta al costillar para que se cocine parejo, para que no se reseque, para que el humo le de carácter sin abrasar la carne.


Al caer la tarde, el pabellón del vino resonaba con música típica gaúcha: milonga, vanera, chamamé, polca, rasguido doble. Parejas que bailaban, el paso decidido de los gaúchos y prendas al ritmo del acordeón y la guitarra. La danza se vuelve extensión del asado: cuerpo que se mueve, que celebra, que reafirma identidad. Comer, beber y bailar: actos que se entrelazan para afirmar que se está vivo, que se pertenece a un lugar con historia.


Brasil no es solo samba, playa y caipirinhas. En Rio Grande do Sul existe un Brasil de montaña y llanura, de campamentos y costillares, de vinos provinciales y de historias migrantes de italianos, alemanes, españoles y polacos que hicieron de esta región un mosaico cultural que trasciende lo festivo y se enraíza en lo esencial.


Al marcharnos, la luna iluminaba el cielo sobre los campamentos encendidos por el fuego. El humo se elevaba lento, cargado de chispas y calores residuales. Me despedí de la Semana Farroupilha con los aromas y sabores del asado impregnados en la memoria, con los acordes de la música resonando en los oídos, y la sensación de haber participado en algo más que una fiesta: en un acto de memoria colectiva, un abrazo de tierra y fuego, en tono de cultura gaúcha.


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