Monja Street: la alquimia comestible de Tokio
- Humberto Thomé

- hace 7 horas
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Cultura en Ruta
Territorios que cuentan
Me enteré de la existencia de Monja Street en el contexto menos esperado: una presentación académica durante un congreso de sociología de la alimentación celebrado en Yokohama, hace ya varios años. Una colega japonesa hablaba del “valor pedagógico de la comida callejera en la modernidad tardía”, y entre sus ejemplos mencionó un platillo poco conocido fuera de Japón: el monjayaki. Dijo que era una especie de masa líquida, cocinada en plancha, cuya función original había sido enseñar a escribir a los niños. Aquella afirmación —que un alimento pudiera tener una vocación didáctica— despertó mi curiosidad y me llevó a tomar el tren hacia Tsukishima, un barrio insular en la bahía de Tokio, construido sobre tierra ganada al mar y todavía habitado por el rumor del agua.
Tsukishima no es un distrito glamuroso, pero posee un magnetismo difícil de explicar. Sus calles estrechas se entrelazan con edificios de posguerra, tenderetes de barrio y viejas casas de madera. Allí, a lo largo de dos calles paralelas que conforman lo que los locales llaman Monja Street, se alinean más de cincuenta restaurantes dedicados exclusivamente a un solo platillo: el monjayaki. Las fachadas, atiborradas de faroles y cortinas noren, se abren a interiores donde el sonido metálico de las espátulas marca el ritmo del almuerzo. En cada mesa, una plancha encendida, un pequeño universo de ingredientes y un grupo de comensales dispuestos a cocinar su propia comida.
El monjayaki es, a primera vista, un primo líquido del okonomiyaki de Osaka, pero su textura es más fluida, casi pastosa, y su estética más humilde. Se prepara mezclando harina, agua o caldo dashi, repollo finamente picado y una lista inagotable de ingredientes: pulpo, camarones, calamar, cerdo, queso, maíz, kimchi, fideos, mochi, huevo o cualquier otro antojo imaginable. Esa libertad culinaria —esa posibilidad infinita de combinación— lo convierte en un espejo perfecto del espíritu tokiota: un cruce de lo tradicional y lo experimental, de lo disciplinado y lo caótico.
Antropológicamente, el monja encarna una de las características más fascinantes de las cocinas asiáticas: su dimensión interactiva. A diferencia de la gastronomía occidental, donde el comensal suele ser receptor pasivo, aquí la comida es un acto de participación. Cocinar y comer se funden en un mismo gesto. En Japón, Corea, China o Vietnam, el comensal no espera; interviene. Prepara, mezcla, observa, dialoga. Esta práctica genera vínculos sociales y afectivos, transformando el alimento en un vehículo de comunión. El monjayaki, en particular, nació como un juego pedagógico durante el periodo Edo: los niños dibujaban letras sobre la plancha caliente con la mezcla líquida, aprendiendo a escribir mientras el aroma del caldo tostado llenaba el aire. Comer y aprender se fundían así en un mismo acto lúdico y sensorial.
Recorrer Tsukishima es recorrer una galería de aromas. A medida que uno avanza, el aire se impregna de mantequilla, salsa de soya, mariscos y repollo tostado. En algunos locales, las familias ríen mientras giran las espátulas; en otros, parejas jóvenes improvisan figuras con la masa. La calle es un laboratorio social donde se mezclan generaciones y gestos, una metáfora del Japón contemporáneo que, pese a su modernidad extrema, conserva rituales de convivencia profundamente humanos.
La desición de visitar Monja Street, fue doblemente premiada, pues tuve la enorme suerte de encontrarme con Bon-chan, la famosa tortuga gigante de Tsukishima, paseando lentamente junto a su dueño, el señor Mitani. El contraste era surrealista: una tortuga africana avanzando con parsimonia entre el vapor de las planchas y las risas de los turistas. Pero, lejos de parecer extravagante, aquella escena revelaba algo esencial de la cultura japonesa: su delicada relación interespecies, esa convivencia respetuosa con los seres no humanos que se manifiesta en templos, jardines, poemas y, por qué no, en una calle dedicada a cocinar masa sobre hierro caliente.
Preparar un monja es una ceremonia en miniatura. Se comienza por dorar los ingredientes sólidos: carne, mariscos, vegetales. Luego se forma un anillo con ellos, un pequeño cráter, y se vierte al centro la mezcla líquida. El sonido del hervor es hipnótico. Con las espátulas se mezcla y compacta hasta obtener una textura espesa, que se degusta directamente de la plancha, en pequeñas porciones. El sabor es intenso: salado, umami, ligeramente ahumado, con notas dulces del repollo y del maíz. La experiencia es colectiva, sensorial, cálida.
Esa tarde, mientras el vapor empañaba los ventanales y Bon-chan seguía su marcha lenta por la acera, comprendí que Monja Street no era solo un corredor gastronómico, sino una metáfora viva de Tokio: una ciudad donde lo antiguo y lo nuevo, lo humano y lo más-que-humano, lo ritual y lo cotidiano, se encuentran en un mismo plato que se cocina —y se escribe— con las propias manos.





















Es una experiencia única