El Pica: barbacoa, humo y memoria en La Purificación, Texcoco
- Humberto Thomé

- 26 sept
- 4 Min. de lectura

Cultura en Ruta
Territorios que cuentan
A 2,398 metros sobre el nivel del mar, en el umbral de la zona de montaña de Texcoco, se localiza el poblado conocido como La Purificación, una comunidad que guarda los matices más puros de la ruralidad mexiquense. Allí, al final del poblado, se encuentra El Pica I, un parador gastronómico que se ha convertido en un santuario de la barbacoa de borrego, donde los aromas evocan a la tierra y a lo ahumado, a memorias que despiertan en cada bocado.
El poblado tiene una pintoresca entrada: un arco sencillo que marca “Bienvenidos al Paraíso de La Purificación”. Al llegar al establecimiento se atraviesa una bóveda de plantas colgantes que va perfumando el aire con humedad y verdor, se siente la pesadez del olor a leña, a pencas de maguey, a carne de borrego que espera su destino. Desde temprano, los hornos de tierra palpitan al calor del fuego. Las llamas y las brasas al rojo vivo iluminan una penumbra acogedora, perfumada por el humo y el consomé que burbujea al fondo de la tierra.
La barbacoa de borrego ahí no es apuro, es la paciencia necesaria para comer algo digno. Es un animal entero que se envuelve en pencas de maguey y se cocina lentamente, muchas veces durante 11 ó 12 horas. Esa cocción prolongada le da a la carne una suavidad que se deshace en la boca, pero también un carácter robusto: el sabor ahumado, la grasa justa, el consomé profundo que sirve para comenzar la degustación como rito de bienvenida. Quien ha probado la barbacoa sabe que el primer sorbo del caldo caliente, permite agradecer un ritual dominical en México, y la primera mordida de un trozo de carne, montado en una tortilla recién hecha y bañada de salsa borracha, tiene algo de celebración.
Caminar en El Pica es experimentar un complejo paisaje sensorial: filas de gente que llega desde temprano para llevar su paquete de barbacoa o para encontrar mesa en las palapas, probar la pancita en tacos, las quesadillas y los tlacoyos de diversos guisos, una tortilla azul recién salida del comal. Cada tortilla es una obra culinaria en sí misma: fina, áspera al tacto, con aroma de nixtamal cocido sobre comal de barro. Las salsas y los acompañamientos: nopales encurtidos, verdolagas, quelites, habas, chicharrón, aguacates criollos, guisados de temporada; todo dispuesto para no solo alimentar al cuerpo, sino convocar a la convivencia y a la construcción de memorias que permanecen en el tiempo.
Los domingos, El Pica se convierte en una romería. Familias enteras, amigos y parejas buscan mesa. La conversación brota junto al estruendo de platos, al tintinear de vasos, al canto de grupos musicales de adultos mayores que entonan rancheras y canciones populares mexicanas, que evocan recuerdos de antaño con sentimientos vigentes. Es un paisaje sonoro que acompaña esa comida que sabe a infancia, a tierra mojada, a abuelos que cocinaban con leña.
Hay todo un saber hacer detrás de la performance: gestionar el fuego, atender los hornos de tierra, envolver la carne en pencas de maguey, lograr que la grasa se funda sin quemar, que la textura quede tersa pero firme, jugosa pero sin que se pierda el carácter de la carne de borrego. La sal y los vinagres, aunque menos visibles, participan también: la sal para resaltar el sabor, conservar algo del jugo; los vinagres para equilibrar, para dar acidez en las salsas y para limpiar el paladar.
El Pica es además un espacio de dinamización de la economía local. El señor Francisco Torres Gómez, Don Pica, como lo conocían cariñosamente, fundó el negocio en 1968 con la visión de generar un lugar donde comer barbacoa no fuera un privilegio, sino una ocasión para construir comunidad y para crear empleos en el pueblo. El Pica es un patrimonio reconocido por los locales y apreciado por quienes proceden de lugares remotos.
El documental gastronómico también puso su mirada ahí, en cuadros de humo, mesas compartidas y bocados humeantes. Que El Pica aparezca en producciones como “Las Crónicas del Taco” ayuda a visibilizar lo que siempre fue local, lo que siempre fue cotidiano, para mostrar que lo tradicional tiene un valor que merece atención más allá de quienes lo viven diariamente.
Cuando termine la comida, una última mordida de carne, otro taco, otro sorbo del consomé, el visitante se queda con algo más que sabor. Se queda con el recuerdo del paisaje: la neblina matinal entre los cerros, el sol escalando los contornos, los aromas de leña y penca, el color de las tortillas, los rostros de quienes sirven, comparten y cocinan. Y al despedirse, el atardecer baña el Valle de México visto desde la altura, como si el cielo abrazara la tierra y entregara postales luminosas que perduran en el tiempo.
El Pica no es solamente barbacoa. Es memoria, comunidad y territorio. Es el testimonio de que la cocina tradicional, bien cuidada, puede ser puente entre generaciones, entre el campo y la ciudad, entre lo cotidiano y lo extraordinario.





















Es una delicia