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Texcoco: cocinas que nacen donde las montañas abrazan el lago

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Cultura en Ruta

Territorios que cuentan


Las montañas que rodean el antiguo lago de Texcoco parecen extender un abrazo mineral y protector. En sus laderas altas, cubiertas de bosques de oyamel y encino, nacen manantiales, se recolecta leña, se buscan hongos tras las lluvias y se cortan quelites que después viajarán en canastas al mercado. Más abajo, en las franjas templadas, los huertos familiares ofrecen hortalizas frescas y frutas criollas que aún guardan sabores casi olvidados: duraznos pequeños y aromáticos, tejocotes de monte, peras ásperas. Y en el llano lacustre, donde alguna vez se extendió un inmenso espejo de agua, la vida se sostuvo durante siglos con recursos singulares: el pato silvestre, el ahuautle —los diminutos huevos de un insecto acuático llamado axayáctal—, el tequesquite, sal mineral que condimenta y suaviza granos, las algas de espirulina que alimentaron imperios, y los acociles, pequeños crustáceos que aún resisten en canales y bordos.

 

Texcoco es un mosaico biocultural. Sus cocinas tradicionales son el resultado de esa geografía que combina montaña y lago, campo y humedal, y que obligó a sus habitantes a desarrollar saberes diversos para transformar cada recurso en alimento. Cocinas de humo, cocinas de tierra y cocinas de agua se funden en una sola identidad, que ha abierto paso a un gusto muy particular.

 

En este territorio, la barbacoa de borrego sigue siendo emblema de celebraciones y fines de semana, ocupando una de las jerarquías más altas dentro de la cocina tradicional mexicana. Preparada en hornos de tierra cavados bajo el suelo, envuelta en pencas de maguey, la carne se cuece lentamente durante horas. El aroma ahumado se mezcla con el vapor del caldo que se recoge en ollas al fondo del hoyo, convertido después en un consomé humeante que contiene garbanzos, arroz y hierbas de olor. No hay mejor manera de comprender el peso cultural de la barbacoa que observar a los barbacoyeros encendiendo la leña, revisando los tiempos, cuidando el fuego como si fuera un ritual heredado.

 

Junto a la barbacoa, los tlacoyos son la otra cara de la cocina serrana: masa azul o blanca rellena de frijol, alberjón, chicharrón o requesón, dorados sobre el comal al carbón y servidos con nopales, salsa molcajeteada y queso fresco. El taco de plaza, más reciente pero igual de identitario, combina barbacoa, guisados y salsas en un antojo rápido que resume en un bocado la complejidad anfibia del mercado texcocano.

 

Pero la riqueza no se queda en las laderas. En los pueblos ribereños de Atenco, Santa Isabel Ixtapan o Nexquipayac, sobreviven tradiciones vinculadas al lago que de manera colorida se reproducen en la memoria culinaria. El ahuautle, llamado “el caviar mexicano”, se tuesta y se mezcla con huevo para preparar unas tortitas doradas que sorprenden por su textura delicada. Los acociles se sofríen con epazote y chile verde, conservando el sabor del agua dulce. El tequesquite, extraído de los suelos salinos, se utiliza para suavizar el maíz en la nixtamalización o dar un toque mineral a los frijoles hechos en olla de barro. Y la espirulina, recolectada en forma de tecuitlatl, recuerda que aquí la biotecnología empezó mucho antes de que existiera esa palabra, garantizando un súper alimento que nos puede traer respuestas valiosas frente a los desafíos de la alimentación futura.

 

La cocina de Texcoco no se entiende sin sus cocineras y cocineros tradicionales. Son ellos quienes sostienen los fogones, quienes transmiten recetas y técnicas de generación en generación. Sus cocinas de humo, como les ha bautizado mi estimado amigo Marco Antonio Cerón, ennegrecidas por años de fuego, son espacios de memoria donde cada olla y cada cuchara guardan historias familiares y comunitarias. En sus manos, el maíz nativo se transforma en tortilla ancestral, el hongo en sopa humeante, la fruta en conserva. Frente a la uniformidad de la gastronomía global, estos guardianes de la tradición, resisten con creatividad y dignidad, demostrando que la cocina es también una forma de defender el territorio.

 

El turismo que se acerca a Texcoco puede encontrar en estas cocinas una puerta hacia otra forma de viajar: aquella que reconoce la relación íntima entre suelos, climas, ecotonos y culturas. Aquí la bioculturalidad no es un concepto abstracto: se mastica en un tlacoyo, se bebe en un consomé de barbacoa, se descubre en una tortilla de maíz azul.

 

Al final del día, mientras el sol se oculta detrás de las montañas y tiñe de rojo los antiguos bordes del lago, uno entiende que en Texcoco la cocina no es solo alimento: es un espejo de su paisaje, un idioma vivo que cuenta cómo la tierra y el agua, la montaña y el lago, siguen dialogando a través del fuego y el sabor.

1 comentario

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Fabiola Benítez
29 ago
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Qué lindo!! Hace que se nos antoje un delicioso taco de barbacoa en tortilla azul!

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