Los ostiones roca de Aticama: un viaje entre el mar y la memoria
- Humberto Thomé

- 5 sept.
- 3 Min. de lectura

Cultura en Ruta
Territorios que cuentan
Fue en el marco de un congreso de turismo donde escuché por primera vez hablar de Aticama, un pequeño poblado costero de Nayarit donde los ostiones roca son más que un alimento: son un patrimonio vivo del litoral. Intrigado por la colorida descripción de aquel manjar, decidí emprender el viaje desde Tepic, dejando que el transporte público marcara el ritmo de mi itinerario.
El camino hasta la cabecera de San Blas, en una combi de pasajeros, me regaló la oportunidad de mirar la vida cotidiana en los rostros de quienes compartían el asiento: estudiantes con sus mochilas, mujeres que regresaban del mercado, pescadores cargando sus hieleras vacías y uno que otro turista. Viajar así, sin prisa, es también tomar el pulso de un territorio, escuchar las conversaciones entrecortadas y entender algo de la cadencia de un día cualquiera del pueblo nayarita.
En San Blas, mientras esperaba un taxi, aproveché para caminar hasta el muelle. Los barcos anclados, el ir y venir de los pelícanos, las parejas enamoradas y el olor penetrante de la sal me envolvieron. Pedí un café en una fonda frente kiosko: un ritual mínimo que preparó mis sentidos para lo que vendría.
El taxista, hombre de palabra amable y sonrisa franca, me recomendó la cabaña número 8 de Aticama. Confié en su sugerencia y él mismo se ofreció a esperar, “no se vaya a perder la experiencia”, me dijo. Así fue como llegué a esa palapa sencilla frente al mar, donde el viento salado agitaba las cortinas de palma y el horizonte se abría azul y generoso.
La experiencia comenzó con dos “balazos” de ostión: piezas servidas en un caballito tequilero, con un toque de salsa picante y limón, que se llevan de un solo sorbo a la boca. Una sacudida marina, intensa y fresca, que despierta todos los sentidos. Después vinieron tandas sucesivas de ostiones roca hasta completar dieciocho piezas. No era solo comer, era participar en un rito que conecta con lo más profundo de nuestra relación con el mar.
Los ostiones roca poco tienen que ver con los ostiones enlatados que abundan en los supermercados del centro del país. Tampoco son comparables con las versiones estilizadas que se sirven en los restaurantes de manteles largos. Aquí la frescura es inmediata, la textura carnosa y firme, el sabor rotundo de un mar que se ofrece sin intermediarios. Hay un significado antropológico poderoso en el acto de comer algo crudo, recién extraído de su entorno natural. Es un recordatorio de que seguimos siendo seres capaces de dialogar con lo silvestre, de reconocer lo que nos alimenta en estado puro.
La cerveza clara fue el acompañamiento ideal. Cada sorbo limpiaba el paladar y acentuaba el contraste con la salinidad viva del ostión. El propietario del lugar, hombre mayor de manos curtidas, se acercó en cierto momento y abrió una caja de madera. De ella sacó el último destapador que mandó hacer en los años noventa: una pieza metálica pesada, con el colorido logo de su negocio. Lo puso en mi mano como si me confiara un testimonio. Mientras sostengo en mis manos aquel regalo, pienso en la memoria de un oficio que se basa en objetos sencillos y gestos cargados de sentido.
Detrás de cada ostión hay un saber hacer que solo los pescadores locales poseen: la destreza para recolectarlos, la técnica precisa para abrirlos con un cuchillo sin lastimar la carne, la capacidad de identificar la pieza que complacerá al comensal. Estos conocimientos transmitidos de generación en generación son parte de una biocultura costera que resiste al olvido.
El Festival del Ostión, que cada año se celebra en Aticama, no es solo una feria gastronómica: es un acto político y cultural. Allí se reconoce la identidad de un pueblo de pescadores, se visibiliza la calidad de un producto diferenciado y se reivindica el vínculo entre territorio, alimento y comunidad. En tiempos en que la globalización homogeniza sabores, defender un manjar local es defender la dignidad de un lugar y su gente.
Mientras terminaba el último ostión bajo la palapa, rodeado por la brisa marina, supe que la experiencia iba más allá del plato. Era un viaje a una ruralidad de litoral, tranquila y serena, que ofrece hospitalidad en lo sencillo. Con el último sorbo de cerveza, el sol comenzaba a descender. Subí al taxi que me esperaba y dejé Aticama con la certeza de haber encontrado en sus ostiones roca una metáfora de lo que significa pertenecer al mar y a la tierra.





















Me encanta
Ma transportó a ese Aticama. Ahora tengo que ir!