Manizales en una taza: la contemplación del café
- Humberto Thomé

- 3 oct
- 3 Min. de lectura

Cultura en Ruta
Territorios que cuentan
Una caminata al amanecer, dos variedades excepcionales y un ritual sensorial revelan cómo el café se convierte en memoria, paisaje y encuentro en el corazón cafetero de Colombia.
El día comenzó antes de que el sol terminara de calentar los tejados de Manizales. A la entrada del hotel me esperaba una amiga, barista de reconocimiento internacional, que había prometido iniciarme en una experiencia íntima con el café, ese grano que en Colombia no es solo cultivo, sino cultura, paisaje y memoria colectiva.
Caminamos juntos por unas diez cuadras, entre calles que a esa hora todavía se desperezaban. Ella, con la naturalidad de quien ha hecho del café un lenguaje cotidiano, alternaba explicaciones sobre la arquitectura de la ciudad con anécdotas de personajes que dejaron huella en monumentos y plazas. En cada esquina parecía emerger una historia: la del edificio republicano que sobrevivió a un incendio, la del parque donde aún se escucha el eco de las marchas estudiantiles, o la del pequeño comercio en el que se venden artesanías y souvenires.
El trayecto se convirtió en prólogo de lo que vendría. Al llegar a un edificio discreto, pasamos dos filtros de acceso hasta alcanzar una terraza que parecía un oasis urbano. Allí nos recibió un espacio sorprendente: plantas que suavizaban el aire, mesas de madera pulida y, en el centro, una barra de café que brillaba como altar.
Un joven barista se nos acercó con una pregunta inesperada:
—¿Qué busca en un café?
La interrogante me tomó en frío. Pronuncié algunas palabras: sabor, aroma, recuerdos. Él escuchaba sin pestañear, como si en cada término estuviera descifrando un mapa secreto. Finalmente asintió con la seguridad de quien conoce la ruta y anunció que nos prepararía dos variedades: un Geisha y un Borbón Rosado.
El ritual comenzó con precisión casi quirúrgica. Sobre la barra dispuso los utensilios: un gotero japonés UV 60, filtros, tazas diminutas, una balanza digital que acusaba cada gramo. Midió 20 gramos exactos de café para 300 mililitros de agua. “La proporción perfecta”, murmuró. El agua, a la temperatura precisa, se vertía en círculos concéntricos, pausados, con una presición coreográfica. La primera infusión permitió la desgasificación del grano —el “blooming”—, una pequeña floración de burbujas que presagiaba el cuerpo y dulzor que pronto vendrían.
El barista atemperó las tazas para evitar choques térmicos y sirvió con gesto solemne. Primero el Geisha: en nariz recordaba frutos rojos y chocolate; en boca, un dejo de astringencia equilibrada, cuerpo medio y un retrogusto persistente que evocaba tardes de cosecha. Luego, el Borbón Rosado: más ligero, con notas florales y un matiz sorprendente de citronela que refrescaba el paladar.
Probé ambos con lentitud, como si fueran páginas de un libro que debía leer sin prisa. Descubrí que beber café en esas condiciones no era un acto rutinario, sino una experiencia sensorial completa. Los aromas abrían memorias dormidas; los sabores trazaban mapas de infancia, viajes y conversaciones pasadas. Cada sorbo era una invitación a contemplar el mundo con una mirada atenta.
No hablamos mucho después. El silencio se convirtió en complicidad. Desde la terraza, la ciudad se desplegaba bajo una neblina tenue. La tarde bañaba los muros con los tonos verdes y rojizos que caracterizan el ocaso de Manizales, por un momento sentí que el paisaje urbano estaba contenido en la taza.
Beber un buen café, entendí, no solo es cuestión de técnica ni de variedades selectas. Es un acto de apertura. Una oportunidad para afinar los sentidos, desprenderse de prejuicios y permitir que la conciencia se encuentre con lo que la naturaleza y el trabajo humano ponen a disposición. Es un ritual de atención plena en tiempos donde la prisa se ha vuelto costumbre.
La experiencia terminó como había empezado: sin estridencias, con la calma de un amanecer que apenas inicia. Al despedirme de mi amiga y del joven barista, me llevé la certeza de que el café —ese grano aparentemente cotidiano— es capaz de revelarnos un universo si se lo escucha con detenimiento.
En Manizales, ciudad suspendida entre montañas, descubrí que una cata no es solo degustación: es la posibilidad de encontrarse con uno mismo en el fondo de una taza.





















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