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La feria donde los hongos cuentan historias

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Cultura en Ruta

Territorios que cuentan


En San Antonio la Laguna, una pequeña comunidad rural del municipio de Donato Guerra, los aires de agosto huelen a tierra mojada, a bosque vivo, a hongos de lluvia. Allí se celebra la Feria Mazahua del Hongo, una cita que año con año convoca a lugareños, viajeros, gastrónomos, micologos, académicos y curiosos a sumergirse en un universo donde lo culinario, lo ritual y lo cultural se entrelazan.


La jornada comenzó con una ceremonia a los cuatro rumbos, encabezada por el jefe supremo mazahua. El sonido del caracol, el humo del copal, y las plegarias colectivas recordaron a los presentes que antes de que los hongos se transformen en platillo o mercancía, son parte de un ciclo natural que merece respeto y agradecimiento. Más que una formalidad, lo ritual es la antesala para abrir un umbral a una dimensión diferente: la del misterioso mundo de los hongos.


La feria es, ante todo, una celebración de la importancia ecológica, cultural y económica de los hongos silvestres. En la exposición central se reproducía el paisaje del bosque local: troncos, musgos, hojarasca. Allí, cuidadosamente curada, se mostraba una amplia diversidad de hongos de la región: las coloridas yemitas, los firmes pambazos, los delicados hongos de encino,  los enigmáticos hongos azules y las caprichosas patitas de pájaro. Cada especie era explicada por un experto micológo y por las hongueras tradicionales, dando detalles de sus características, usos y valor para la cocina y la medicina tradicional.


El recorrido por los estands culinarios revelaba una riqueza micogastronómica difícil de igualar. Los visitantes se congregaban para probar quesadillas de hongo azul, sopas de hongos variados, moles espesos con setas y sofritos preparados con hierbas de monte. Todo acompañado de maíces nativos, cuyas tortillas —algunas ceremoniales, adornadas con sellos mazahuas— se convertían en el soporte perfecto para la degustación. La experiencia no terminaba en la comida: el maridaje natural eran bebidas patrimoniales como el pulque local, fresco y espumoso, o el zende, una rara y deliciosa bebida fermentada de maíz, casi desconocida fuera de estas tierras.


Comer aquí no es solo saciar el apetito. Es un acto de comunión con el territorio y con una cultura que ha sabido guardar memoria en semillas, en recetas y en rituales. Cada platillo es testimonio de un equilibrio frágil entre bosque y comunidad, entre tradición y modernidad.

La feria es también un espacio de encuentro humano. Bajo las carpas y entre mesas de madera compartidas, se tienden lazos inesperados: un investigador conversa con una cocinera tradicional sobre la diferencia entre hongos comestibles y tóxicos; un visitante de la ciudad comparte tortillas con un grupo de jóvenes mazahuas que explican cómo aprendieron a bordar; una familia de turistas urbanos pregunta por el significado de los símbolos en las prendas bordadas que enmarcan con belleza el evento. La atmósfera es bohemia y distendida, más cercana a una tertulia cultural que a una feria comercial.


La sección de artesanías exhibía bordados mazahuas en manteles, blusas, joyería y servilletas, con figuras geométricas y cromatismos intensos que parecían dialogar con la diversidad de formas y colores de los hongos. Las manos que los hicieron —casi siempre manos de mujeres— cuentan en cada puntada una historia de identidad y de resistencia cultural.


La Feria Mazahua del Hongo es una muestra de cómo el turismo rural, bien concebido, puede convertirse en un vehículo para la preservación cultural y ambiental. No se trata solo de atraer visitantes, sino de poner en valor los conocimientos ecológicos tradicionales, crear economías alternativas y fortalecer la identidad comunitaria. En un país donde muchas veces el turismo significa homogeneizar y mercantilizar, aquí lo que ocurre es lo contrario: un reconocimiento de la singularidad y la riqueza que guarda cada territorio.


Para cerrar con broche de oro, un ensamble de cuerdas y la voz de un tenor, interpretaron piezas del repertorio mexicano del siglo XIX, envolviendo a la concurrencia en un ambiente limítrofe entre la nostalgia y la festividad. Al caer la tarde, los visitantes se dispersan lentamente. Algunos llevan hongos frescos, otros artesanías, muchos más un recuerdo intangible: el de haber participado en una celebración donde la naturaleza, la cultura y la gastronomía se encontraron en equilibrio. La feria, más que un evento, es una lección silenciosa sobre lo mucho que tenemos por aprender del bosque y de quienes lo habitan.

 

1 comentario

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Invitado
25 ago
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¡Excelente narrativa que nos lleva a vivir en la lectura la experiencia de la Feria Maxahua de los Hongos!

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