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Denominación de Origen del mezcal mexiquense: legado de maestros mezcaleros y nuevos retos para el Estado de México

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El aroma dulce del maguey cocido se expande en las fábricas de mezcal del sur del Estado de México. Allí, donde los montes se levantan en el horizonte y el trabajo inicia antes que el sol salga, hombres y mujeres llevan generaciones perfeccionando un oficio que es, al mismo tiempo, técnica, memoria y horizonte colectivo. Por eso, el reciente otorgamiento de la Denominación de Origen (DO) para el mezcal mexiquense no puede entenderse sin colocar al centro a sus verdaderos protagonistas: las maestras y los maestros mezcaleros.


Son ellos quienes sostienen la profundidad histórica de este destilado. Sus manos conocen los ritmos del maguey, sus tiempos de maduración, las mejores formas de cocer, triturar, fermentar y destilar. Cada fábrica es una escuela viva; cada maestro, un archivo de saberes que no caben en manuales. Si hoy el mezcal mexiquense recibe reconocimiento nacional y se abre paso entre los grandes productores del país, es porque el producto habla por ellos. Habla de calidad, de consistencia, de aromas que recuerdan la tierra húmeda, la madera, los frutos, la vida rural que se renueva en cada lote.


Dicho esto, también es cierto que ningún logro de esta magnitud se construye en soledad. El camino hacia la DO ha sido un esfuerzo colectivo donde el gobierno estatal, la academia y el sector productivo han desempeñado un papel relevante, aunque necesariamente secundario. Desde las mesas técnicas hasta los trabajos de investigación, desde los procesos legales hasta la integración de expedientes, se tejió una colaboración poco común en un país donde las iniciativas suelen fragmentarse. Esa suma de voluntades permitió cumplir con los requisitos, aportar evidencia histórica y demostrar la singularidad territorial del mezcal mexiquense.



Sin embargo, la obtención de la DO no debe verse como un final triunfal, sino como el inicio de una ruta más compleja. El reconocimiento abre puertas, pero también exige ordenar la casa, profesionalizar procesos y asumir nuevos compromisos. Uno de los primeros retos será avanzar en las certificaciones, particularmente en el cumplimiento de las normas que regulan la producción y la trazabilidad. Esto implica costos, laboratorios, auditorías y un sistema de gestión que, si no se planea con sensibilidad, puede convertirse en una barrera para los pequeños productores. La clave será garantizar que las certificaciones no excluyan a quienes han sostenido la tradición.


Otro desafío importante es el desarrollo de capacidades. La DO por sí misma no asegura posicionamiento: se requiere fortalecer la formación técnica, la comercialización, el acceso a mercados y, sobre todo, el trabajo organizativo. Los maestros y maestras mezcaleras necesitan herramientas para negociar mejores precios, evitar el intermediarismo predatorio y comunicar de forma clara el valor de su producto. En un mercado global saturado de destilados, contar con un relato propio —anclado en la identidad mexiquense— será fundamental.


Asimismo, la presencia en el mercado debe construirse con inteligencia. No se trata de imitar modelos exitosos de otros estados, sino de crear uno propio, justo y sustentable. El Estado de México tiene la oportunidad de mostrar un camino distinto: uno donde el foco permanezca en quienes producen, donde la sustentabilidad del territorio guíe las decisiones y donde la colaboración —no la competencia interna— marque el rumbo.


Al final, este logro colectivo tiene un mensaje profundo: cuando la tradición, la ciencia y la política dialogan con respeto, los resultados son posibles. La Denominación de Origen es, en esencia, un reconocimiento al trabajo digno de las comunidades rurales mexiquenses, pero también un recordatorio de que aún queda mucho por hacer.


Que este sea, entonces, un punto de partida. Que la DO nos convoque a trabajar en equipo, a valorar el conocimiento heredado y a imaginar un futuro en el que el mezcal del Estado de México no solo destaque por su origen, sino por la justicia con la que se produce. Después de todo, cada botella cuenta una historia, y es nuestra responsabilidad asegurar que sea una historia de orgullo, colaboración y esperanza.

 

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